Identidad

Nos ha tocado vivir en una época especialmente sensible a las cuestiones identitarias; cada persona tiene derecho a su propia identidad como tal, es decir, a todo aquello que la define y le hace ser lo que es; y lo mismo sucede a niveles nacionales, regionales, y hasta comarcales y locales, si cabe. Nada de ello debiera entenderse, en principio, como negativo. Al contrario, las identidades bien marcadas, bien definidas, contribuyen a dar colorido a este mundo, nos enriquecen a todos cuando las comprendemos en su justa medida.

Algo similar sucede en el ámbito de lo religioso, más todavía, en el eclesiástico cristiano. Cada denominación busca su identidad en su historia particular, en sus creencias distintivas, en su estructuración.

¿Qué define, entonces, nuestra entidad como cristianos episcopales pertenecientes a la Comunión Anglicana? Grosso modo, lo siguiente:

En primer lugar, UNA CLARA CONCIENCIA DE QUE LA SANTA BIBLIA, EN TANTO QUE PALABRA DE DIOS, CONTIENE CUANTO ES NECESARIO PARA NUESTRA SALVACIÓN. Ello significa que solo en sus páginas sagradas vamos a encontrar realmente a Cristo nuestro Señor, su obra redentora conforme al propósito divino, y sus enseñanzas imperecederas, de valor perenne para el conjunto de la humanidad. Entendemos que Dios nos ha hecho entrega de su Palabra, no para que especulemos sobre ella o para que perdamos miserablemente el tiempo con cuestiones secundarias, sino para que enfoquemos lo principal y a ello dirijamos la atención de cuantos nos rodean.

En segundo lugar, UN MANIFIESTO RESPETO A LAS VENERABLES TRADICIONES DE LA IGLESIA APOSTÓLICA, CONFORME NOS FUERON TRANSMITIDAS POR LOS PADRES DE LA ANTIGÜEDAD, LOS CREDOS ECUMÉNICOS, LOS TEÓLOGOS Y LOS REFORMADORES, viendo en ellas un auxilio nada desdeñable para nuestra comprensión de las Sagradas Escrituras y su aplicación a la vida cotidiana del creyente y del conjunto de la Iglesia. De ningún modo entendemos que estas sanas tradiciones sean contrarias a la enseñanza bíblica; más bien están ahí como un depósito apostólico, un legado de los primeros cristianos de tiempos neotestamentarios y los primeros siglos, que estamos llamados a conservar. La Iglesia no es algo que aparezca y desaparezca con el decurso del tiempo, una institución meramente humana que se pueda refundar cuantas veces se quiera; su institución es divina y su establecimiento de una vez por todas hace dos milenios, tal como nos enseña el Nuevo Testamento. Quienes hoy formamos parte de la Iglesia no somos simples miembros de una denominación o parroquia actual, sino que nos entroncamos directamente con aquellas primeras comunidades establecidas por los Apóstoles de Jesús y sus continuadores. Ello explica que nos consideremos una iglesia católica y apostólica, al mismo tiempo que reformada.

En tercer lugar, EL RECONOCIMIENTO DE LA RAZÓN COMO UN DON DE DIOS ALTAMENTE NECESARIO PARA EL ESTUDIO Y LA COMPRENSIÓN DE LA SANTA BIBLIA Y DE CUANTO ATAÑE A LAS COSAS DEL SEÑOR. No podemos, pues, contraponer fe y razón, o razón y revelación, como se suele hacer, por desgracia, en ciertos círculos religiosos de nuestros días. Sería absurdo suponer que cuanto Dios comunica a los hombres carece de lógica o de sentido, y que tan solo unos cuantos “iluminados” pueden acceder a ello por vías sobrenaturales vetadas al resto. El hecho de que la propia Biblia y las tradiciones apostólicas hayan sido transmitidas por seres humanos y en idiomas humanos obliga a emplear métodos humanos, razonamiento humano, lógica humana, para su comprensión. De este modo, el estudio serio y conciso de las Sagradas Escrituras no solo no está reñido con métodos críticos, sino que se enriquece notablemente al ser empleados.

En cuarto y último lugar, UN ACENDRADO SENTIMIENTO DE HERMANDAD ENTRE TODOS LOS SEGUIDORES DE JESÚS DE NAZARET. No tenemos conciencia de ser únicos ni tampoco los mejores. Nos reconocemos miembros de un cuerpo grande y variado, con cuyos diferentes miembros nos sentimos hermanados. La plena comunión que mantenemos con otras denominaciones, o los acuerdos firmados en relación con la práctica sacramental o con la gran doctrina de la Justificación por la Fe, nos hace conceptuarnos como parte integrante del Cuerpo de Cristo y llamados a la unidad. Asimismo, propugnamos una unidad en la que se reconozcan las distintas señas identitarias de cada cual, de modo que la Iglesia, sin perder su carácter universal, se vea enriquecida por la polícroma diversidad de sus componentes.