Cuidado con Dios

No, no fue un problema de dislexia. Una vez, cuando me encontraba haciendo ejercicio en el gimnasio, vi a un tipo con barbita de chivo que tenía puesta una camiseta que decía «Cuidado con Dios». Las palabras eran grandes, sobresalientes y rojas, como indicando peligro. Mientras las leía, gritaban peligro.

Sentí deseos de hablar con él para preguntarle qué lo había impulsado a advertirle al mundo acerca de un Dios grande y aterrador que muerde. Luego me di cuenta de que este hombre particular con aquella camiseta particular no tenía nada de raro. Muchos de nosotros llevamos puesta esa advertencia de una manera o de otra. Esas son las palabras que muchos usaríamos para advertirle a los cansados que sean cautelosos en su travesía espiritual.
La frase «Cuidado con Dios» representa la cautela que muchos tenemos en diferentes niveles y en distintos grados hacia el Dios que los cristianos proclaman que nos ha hecho libres. Verdaderamente libres.

Entonces ¿por qué hay tantos de ellos, tantos de nosotros, que no parecemos personas libres? El Dios del cual he oído hablar se parece a un viejo rezongón con un montón de leyes y reglamentos pasados de moda, que me impide ser yo mismo (o, al menos, lo que yo percibo que soy). Tal vez, nuestro cartel de «Cuidado con Dios» debería decir en cambio: «Cuidado con el dogma»

El dogma es nuestra interpretación de Dios, y las interpretaciones (cuando son las nuestras, no las suyas) generalmente se tornan confusas, manipuladoras y terriblemente falibles (como nosotros). Cuando esto sucede, el dogma divide. El Dios de toda la creación ama y unifica.

¿Estás dispuesto a bajar tu cartel de «Cuidado con Dios»? Una decisión como ésta implica un significativo riesgo y la disposición para creer que existe una razón para tomarla. ¿Arriesgarás tu reputación, tus afectos, tu dinero, tu voluntad y tu vida para creer? Si no es así, relájate; tal parece que tienes todo bajo control. Pero si en algo te pareces a mí y has llegado a darte cuenta de que «el queso tiende a escaparse de la galleta durante las fiestas elegantes» (como solía decir un viejo amigo mío), correr este riesgo no puede ser doloroso.

Es el riesgo de creer. No es seguro y muchas veces no es divertido. Es real y doloroso; pero cuando das el salto de la fe, puede ser más peligroso de lo que tu crees. Cosas increíbles –aquellas que jamás hubieras podido soñar—se convierten en una parte importantísima del mundo en el que andas despierto. Los milagros tienen lugar cuando te arriesgas; cuando crees. Los muertos vuelven a la vida; las personas comunes desafían la ley de gravedad y otras leyes naturales; los cautivos quedan en libertad. Y Dios se ríe. Lo hace, tú lo sabes.

Este Dios es un campeón del riesgo. ¿Quién en su sano juicio crearía seres vivientes que tengan la libertad de amar o no a su Creador? ¿Confiar o no confiar? ¿Creer o no creer? Esa es la pregunta.

Este Dios arriesgó todo lo que más amaba al darnos el derecho a elegir. Tal riesgo llegó a tocar a su amado Hijo unigénito, que dijo la verdad durante su vida, aunque decirla significara la muerte. Se arriesgó y creyó. Ninguna de las dos cosas tiene algo de seguro. Para entregar la vida desnudo, sobre un pedazo tosco de árbol y no obtener otra cosa de aquellos que amas que insultos y clavos de veinte centímetros de largo hace falta creer mucho. Y amar. Amar con amor perfecto.

Y no termina allí. Jesús creyó que su Padre era bueno y que tenía un plan, un plan que desafiaba a la muerte y que tendría un giro sobrenatural. Su Padre decía la verdad, y esa verdad incluía ver la vida desde el otro lado de la tumba. Tenía que creer que existía una buena razón para correr ese riesgo: nosotros. Creyó que valía la pena morir por nosotros. Le creyó a su Padre y creyó en ti y en mí. Aún sigue creyendo en nosotros.

Nada de temor. Se arriesgó y ganó. Por algo se llaman probabilidades.
¿Estás dispuesto a arriesgar todo por creer? ¿Estás dispuesto a entregarlo todo? Te costará todo y nada al mismo tiempo. Pondrá tu vida patas para arriba permitiéndote convertirte en aquello que verdaderamente eres en Él. Te permitirá vivir como Jesús vivió mientras te transformas en lo que Él pensó que fueras.

Esto implica sacrificio, pero cuando te arriesgas, ganas más que la lotería. Los dividendos se cobran cada año, durante veinte años y luego más. Y más aun.

¿Qué clase de tonto es aquel que cree?
Estoy comenzando a creer y apuesto a que tú también. En realidad, no es tan difícil como parece. Todo lo que debemos hacer es un par de preguntas: Dios, ¿me ayudarás a creer? ¿Me ayudarás a pasar por alto mi vida y mis cosas para poder entrar en tu vida y en tus cosas, para ver un cambio sustancial en mi mundo y en mi software? ¿De tal manera que sea irreconocible, inflexible?

Si es así, conéctate y comienza la búsqueda. Si no pides, te falta una oración; y eso es la oración: una simple conversación. La sabiduría del mundo dice que deberíamos creer solo después de ver, pero la locura de Dios nos pide que creamos antes de que podamos ver. Paradójicamente, Dios pide lo imposible mientras se mueve con poder a través de lo improbable, para hacer que aun lo inamovible sea imparable.
El amor no es ciego; la duda sí lo es. Créase o no.

Tomado del libro: Dios.com
Editorial: Unilit

Ilumine su mundo

¿Ha considerado alguna vez cuánto ha cambiado el mundo en el último siglo? Piense en los avances científicos que han hecho la vida más fácil y cómoda. Tenemos acceso a atención médica de calidad, que fue inimaginable a lo largo de la mayor parte de la historia de la humanidad. La información está disponible al instante, y podemos cruzar un océano en pocas horas en avión. La lista de logros humanos parece interminable. Sin embargo, ninguno de esos logros ha sido capaz de disipar la oscuridad espiritual que llenó al mundo cuando el pecado entró a través de Adán y Eva.

Solo Dios es la fuente de luz.

El único que puede deshacer esta oscuridad es Dios, la fuente de toda luz. Él es quien creó el sol, la luna y las estrellas. Y puesto que Él es santo y habita en luz inaccesible (1 Timoteo 6.16), toda comprensión espiritual se origina también en Él. Y aunque Él brilla a nuestro alrededor, solo quienes han tenido los ojos abiertos pueden ver la revelación completa de la verdad espiritual.

De todas las naciones en este mundo en tinieblas, Dios decidió revelarse a un pequeño grupo de personas llamado Israel. Sin embargo, la nación en su conjunto al final cayó bajo la sombra del legalismo. De hecho, durante 400 años no hubo profeta ni revelación del Señor. Durante el imperio romano todo esto cambió, como lo predijo el profeta Isaías, quien declaró: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz” (Isaías 9.2). Comenzó cuando un ángel se apareció a un anciano sacerdote llamado Zacarías mientras ofrecía incienso en el templo. El ángel le dijo que tendría un hijo llamado Juan, que sería el precursor del Mesías que habría de venir (Lucas 1.5-17).

Luego, unos meses después, el mismo ángel se apareció a una virgen llamada María, anunciando que ella sería la madre del Mesías de Israel (Lucas 1.26-35). En la plenitud de los tiempos, Cristo, la Luz, penetró las tinieblas espirituales del mundo: Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, a morar entre nosotros (Gálatas 4.4; Juan 1.14). Sin embargo, quienes vivían en la oscuridad espiritual no comprendieron quién era Él ni qué había venido a hacer (v. 5). La oscuridad espiritual es como la ceguera. Pero el problema está dentro de nosotros, no afuera. Lo que necesitamos son ojos nuevos, y eso es justo lo que el Señor vino a dar. Aunque sanó a muchas personas físicamente ciegas, el verdadero milagro es que Él abre los ojos de quienes están ciegos en cuanto a lo espiritual.

En cierto momento de su ministerio, el Salvador dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8.12). Lo que todos los imperios del mundo no pudieron lograr, Dios lo hizo al proveer la revelación de la verdad, la cual puede sacar a todos del pecado y llevar al perdón y a la salvación.

Cristo nos traslada de las tinieblas a la luz.

Todos los que reciben a Cristo como Salvador son rescatados del dominio de las tinieblas y trasladados a su reino de luz (Colosenses 1.13). Es como si estuviéramos iluminados por dentro. Su flujo constante de luz es ahora el lugar donde vivimos y crecemos en semejanza a Cristo, y entendemos cada vez más la Palabra de Dios y sus caminos. Las cosas que no podíamos percibir antes comienzan a tener sentido.

Ahora nuestra responsabilidad es andar como hijos de la luz, aprendiendo lo que agrada al Señor y mostrando el fruto espiritual de la bondad, la justicia y la verdad (Efesios 5.8-10). Dios provee todo lo que necesitamos para no perder el rumbo, y su Palabra es una lámpara que nos guía mientras andamos en su camino (Salmo 119.105). En ella encontramos sus principios, mandamientos y promesas para guiarnos por el camino de la obediencia y protegernos de caer en la oscuridad del pecado.

Usted es luz del mundo.

Mientras el Señor Jesús estuvo aquí en la Tierra, Él era la luz del mundo. Y en el Sermón del monte, dijo a sus discípulos: “Ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5.14). No somos la fuente de la luz; es Cristo. Pero como creyentes, tenemos su presencia morando en nosotros a través de su Espíritu Santo. Somos simplemente vasos a través de los cuales Él brilla en este mundo en tinieblas. Sin embargo, debemos asegurarnos de que los vidrios de nuestras linternas estén limpios, o nadie podrá ver a Cristo en nosotros. El pecado es como la suciedad que empaña a una linterna, haciendo que su luz sea opaca e inútil.

El Señor Jesús también nos manda que no ocultemos nuestra luz, sino que la dejemos brillar de tal manera que la gente vea nuestras buenas obras y glorifique a Dios (vv. 15, 16). El propósito no es ganarse sus elogios. Las personas deben ser atraídas a la luz, no a las linternas. Somos simplemente vasos a través de los cuales quienes caminan en la oscuridad ven una vida transformada, y la verdad de Dios es escuchada por quienes andan en la oscuridad. Las personas con quienes vivimos y trabajamos deben poder observar una diferencia en nosotros por la forma en que vivimos, pensamos y actuamos. Deben ver que Cristo es nuestro Señor y que vivimos para Él, no para nuestros propios placeres e intereses egoístas. Nuestro carácter debe reflejar su amor, paciencia, bondad y dulzura.

Quizás usted vive o trabaja en un lugar de mucha oscuridad y siente como si su pequeña luz fuera insignificante por esa razón. Pero, en realidad, un poco de brillo puede alejar las sombras. En vez de desanimarse, pídale al Señor Jesús que brille aun más a través de usted por el bien de esas personas que están perdidas y vagando en la desesperanza.

Como hijos de Dios, estamos llamados a proclamar la grandeza de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pedro 2.9). Aunque no tenemos poder para dar visión espiritual, cada uno de nosotros puede hacer brillar la verdad del evangelio con nuestras palabras y estilos de vida, y orar para que Dios, en su misericordia, abra los ojos ciegos a la verdad.

Fuente