¿Ha considerado alguna vez cuánto ha cambiado el mundo en el último siglo? Piense en los avances científicos que han hecho la vida más fácil y cómoda. Tenemos acceso a atención médica de calidad, que fue inimaginable a lo largo de la mayor parte de la historia de la humanidad. La información está disponible al instante, y podemos cruzar un océano en pocas horas en avión. La lista de logros humanos parece interminable. Sin embargo, ninguno de esos logros ha sido capaz de disipar la oscuridad espiritual que llenó al mundo cuando el pecado entró a través de Adán y Eva.
Solo Dios es la fuente de luz.
El único que puede deshacer esta oscuridad es Dios, la fuente de toda
luz. Él es quien creó el sol, la luna y las estrellas. Y puesto que Él
es santo y habita en luz inaccesible (1 Timoteo 6.16),
toda comprensión espiritual se origina también en Él. Y aunque Él
brilla a nuestro alrededor, solo quienes han tenido los ojos abiertos
pueden ver la revelación completa de la verdad espiritual.
De todas las naciones en este mundo en tinieblas, Dios decidió
revelarse a un pequeño grupo de personas llamado Israel. Sin embargo, la
nación en su conjunto al final cayó bajo la sombra del legalismo. De
hecho, durante 400 años no hubo profeta ni revelación del Señor. Durante
el imperio romano todo esto cambió, como lo predijo el profeta Isaías,
quien declaró: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz” (Isaías 9.2).
Comenzó cuando un ángel se apareció a un anciano sacerdote llamado
Zacarías mientras ofrecía incienso en el templo. El ángel le dijo que
tendría un hijo llamado Juan, que sería el precursor del Mesías que
habría de venir (Lucas 1.5-17).
Luego, unos meses después, el mismo ángel se apareció a una virgen
llamada María, anunciando que ella sería la madre del Mesías de Israel (Lucas 1.26-35).
En la plenitud de los tiempos, Cristo, la Luz, penetró las tinieblas
espirituales del mundo: Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, a morar
entre nosotros (Gálatas 4.4; Juan 1.14).
Sin embargo, quienes vivían en la oscuridad espiritual no comprendieron
quién era Él ni qué había venido a hacer (v. 5). La oscuridad
espiritual es como la ceguera. Pero el problema está dentro de nosotros,
no afuera. Lo que necesitamos son ojos nuevos, y eso es justo lo que el
Señor vino a dar. Aunque sanó a muchas personas físicamente ciegas, el
verdadero milagro es que Él abre los ojos de quienes están ciegos en
cuanto a lo espiritual.
En cierto momento de su ministerio, el Salvador dijo: “Yo soy la luz
del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la
luz de la vida” (Juan 8.12).
Lo que todos los imperios del mundo no pudieron lograr, Dios lo hizo al
proveer la revelación de la verdad, la cual puede sacar a todos del
pecado y llevar al perdón y a la salvación.
Cristo nos traslada de las tinieblas a la luz.
Todos los que reciben a Cristo como Salvador son rescatados del dominio de las tinieblas y trasladados a su reino de luz (Colosenses 1.13).
Es como si estuviéramos iluminados por dentro. Su flujo constante de
luz es ahora el lugar donde vivimos y crecemos en semejanza a Cristo, y
entendemos cada vez más la Palabra de Dios y sus caminos. Las cosas que
no podíamos percibir antes comienzan a tener sentido.
Ahora nuestra responsabilidad es andar como hijos de la luz,
aprendiendo lo que agrada al Señor y mostrando el fruto espiritual de la
bondad, la justicia y la verdad (Efesios 5.8-10).
Dios provee todo lo que necesitamos para no perder el rumbo, y su
Palabra es una lámpara que nos guía mientras andamos en su camino (Salmo 119.105).
En ella encontramos sus principios, mandamientos y promesas para
guiarnos por el camino de la obediencia y protegernos de caer en la
oscuridad del pecado.
Usted es luz del mundo.
Mientras el Señor Jesús estuvo aquí en la Tierra, Él era la luz del mundo. Y en el Sermón del monte, dijo a sus discípulos: “Ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5.14). No somos la fuente de la luz; es Cristo. Pero como creyentes, tenemos su presencia morando en nosotros a través de su Espíritu Santo. Somos simplemente vasos a través de los cuales Él brilla en este mundo en tinieblas. Sin embargo, debemos asegurarnos de que los vidrios de nuestras linternas estén limpios, o nadie podrá ver a Cristo en nosotros. El pecado es como la suciedad que empaña a una linterna, haciendo que su luz sea opaca e inútil.
El Señor Jesús también nos manda que no ocultemos nuestra luz, sino
que la dejemos brillar de tal manera que la gente vea nuestras buenas
obras y glorifique a Dios (vv. 15, 16).
El propósito no es ganarse sus elogios. Las personas deben ser atraídas
a la luz, no a las linternas. Somos simplemente vasos a través de los
cuales quienes caminan en la oscuridad ven una vida transformada, y la
verdad de Dios es escuchada por quienes andan en la oscuridad. Las
personas con quienes vivimos y trabajamos deben poder observar una
diferencia en nosotros por la forma en que vivimos, pensamos y actuamos.
Deben ver que Cristo es nuestro Señor y que vivimos para Él, no para
nuestros propios placeres e intereses egoístas. Nuestro carácter debe
reflejar su amor, paciencia, bondad y dulzura.
Quizás usted vive o trabaja en un lugar de mucha oscuridad y siente
como si su pequeña luz fuera insignificante por esa razón. Pero, en
realidad, un poco de brillo puede alejar las sombras. En vez de
desanimarse, pídale al Señor Jesús que brille aun más a través de usted
por el bien de esas personas que están perdidas y vagando en la
desesperanza.
Como hijos de Dios, estamos llamados a proclamar la grandeza de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pedro 2.9). Aunque no tenemos poder para dar visión espiritual, cada uno de nosotros puede hacer brillar la verdad del evangelio con nuestras palabras y estilos de vida, y orar para que Dios, en su misericordia, abra los ojos ciegos a la verdad.
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